lunes, 15 de septiembre de 2008

Era un pueblo sin mar

Era un pueblo sin mar. Un pueblo sin mucha historia tras de si, uno de esos que sufrió los planes de ordenación urbana escritos en servilletas de bar allá por los 70. No es un lugar para perderse, porque seguro que te acabarías encontrando. Desde luego no es el pueblo mas maravilloso del mundo, pero podemos creerlo por un rato, al menos yo lo haré por el tiempo que me lleve escribir esto.

Fueron dos o tres copas de escoces, por supuesto. Hay quien dice que fueron mas. Otros optaron por el ron, incluso alguien nos instaba a aprender a beber vodka, -solo y frió-. La piedra de las paredes y del suelo absorbía la tenue luz de la que disponía el local. En la mesa de enfrente una pareja conversaba. Él hacía deslizar por sus dedos un papelillo de liar, mientras trataba de llamar la atencion de su acompañante hacia una talla de madera. Ella asentía y observaba al ritmo que marcaban las indicaciones de su acompañante. Cuando pude escuchar su voz, por su acento, supe que era foránea y el chico debía estar contándole que estaban en una cuadra que había sido restaurada manteniendo todos los elementos dignos de permanecer. Parecía fascinada.

Al fondo sentado en un taburete, con gafas de sol y dos ginebras en el cuerpo de exceso un hombre bien entrado en los cincuenta fumaba al mas puro estilo Bogart. Nosotros debatíamos sobre la crisis financiera, la ultima película de Soderbergh y las mujeres de mal vivir, cuando escuchamos tocar una guitarra. Era el tipo de las gafas de sol y las dos ginebras de mas en el cuerpo. Alguien solicito que fuese algo de Silvio, el solamente sonrió y levanto el pulgar de la mano que recorría el mástil. No era Silvio, era Pablo Milanés, porque en este pueblo cada uno canta lo que quiere y no lo que le gente le pide. Viendo que los presentes se entusiasmaban decidió tomar una senda segura y se atrevió con "Y nos dieron las diez". Lo hizo sosegadamente, con su voz dañada por los excesos y las penurias de gratos e ingratos momentos. Se podía escuchar el ruido de sus dedos deslizándose por las cuerdas metálicas, y mientras tocaba el ultimo acorde, alguien alzo la voz diciendo: Eh tío!, te pareces al Sabina, ese que canta.

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